IV. SOBRE EL ORIGEN DE LA MALA CONCIENCIA.
En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, - de un golpe todos sus instintos quedaron desvalorizados y «en suspenso». (Pincha aquí para leer el texto completo) (…)■
FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 108. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
Adentrémonos en el origen de la «mala conciencia». Nietzsche sincroniza en cierta medida dicha aparición con la modificación que sufrió el hombre al civilizarse, al mezclarse en sociedad. Un hombre aún primitivo, acostumbrado a dar rienda suelta a sus afectos (pasiones), más bárbaro por ser más animal (y no por ser más bárbaro será menos civilizado), tendrá en sociedad que frenar sus pulsiones y rebajarse al orden impuesto por la ley moral (a grandes rasgos –a lo mejor no tan grandes- todo código penal es una ley moral y toda religiosidad es tanto una ley moral como un código penal). Así empieza el debilitamiento del hombre fuerte, así comienza el cansancio, el odio al placer y la lenta degeneración en un mundo abordado por el hastío y sin afán de superación. En nuestros días resulta evidente, dicha realidad rezuma como el aire fétido de un excremento de vaca. Las sociedades occidentales son sumamente débiles y enfermizas (y las propias sociedades trabajan en ese sentido: frenos a la superación personal, medios para alimentar los instintos disolutamente, etc.): es el resultado de tanta paz y de tanto bienestar; así hemos llegado a tal punto que Europa se ve indefensa ante otros pueblos más fuertes. Un poco de barbarie no hace daño, es beneficioso, es señal de salud, de hombres activos y libres que están dispuestos a luchar por lo que les pertenece y, sobre todo, que están dispuestos a prodigarse (darlo todo): alguien que se entrega y que se ama a sí mismo es orgulloso, pero también generoso. Dicho esto, se intuye con mayor claridad lo que quiero decir: el hombre-animal tuvo que dejar en suspenso sus instintos debido a los efectos de la sociedad y esa promesa de paz que tanto ansiaban los débiles y enfermos de espíritu, pues no dependían de sí mismos, no eran soberanos, no sabían defenderse. Una paz mal entendida, porque cuando el hombre no tiene contra quién desbordar su impetuosidad y ansias de conquista se devora a sí mismo: nuestra concordia debe ganarse cultivando nuestra fuerza, demostrándonos a nosotros mismo y al resto de los seres cuán temibles somos: sólo la fuerza da seguridad, sólo la seguridad da la paz.
No obstante, es ese paso de la vida sin inhibiciones a la vida en sociedad lo que desencadena «el comerse a sí mismo», así inaugura el hombre la «mala conciencia», la «culpa», el «resentimiento»…; como dice Nietzsche: “todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro”. Eso es lo que Nietzsche llama interiorización, así es como el hombre empezó a inventarse de nuevo como una bestia de las profundidades, subterránea, oscura y miserable: esto derivó a rencor hacia uno mismo, a autotortura, a espiritualidad… No es difícil percibirlo, al menos yo lo advierto bien claro. Todos nos hemos torturado y envenado en mayor o menor medida por algo alguna vez. Esa tortura viene dada por unas leyes morales que no respetan el orden natural de la vida misma, que no respetan la naturaleza humana; leyes que ven indecorosa toda exacerbación de vida, de sexualidad, de alegría… No hablo de vicios, los vicios son degeneraciones mentales producidas por la inteligencia del raciocinio, yo hablo de los sanos instintos, de nuestro brío animal -recóndito y secreto-, aquello que a veces todo ser humano añora y que sabe que es la verdadera liberación. El instinto es nuestra inteligencia natural, y hubo instantes en los que supo convivir con el raciocinio, ese subproducto de la inteligencia, engañador y poco fiable (el verdaderamente inteligente es aquel que no se deja engañar); y ambas se respetaban y se llevaban bien, pero al final triunfo aquello por lo que el hombre se independizó de la naturaleza, llamándose hombre: con tal mentira nos hemos inventado nuestra superioridad sobre todas las cosas habidas en la tierra y en el universo, de tal forma hemos pasado de ser hombres dentro de un orden a ser arquitectos de la naturaleza.
Quienes dominan la moral de la «mala conciencia», quien es débil y por ello más sutil en el uso de subterfugios y mejor conocedor de los laberintos de la mente, sabe cómo domar al hombre noble, bondadoso y alegre, al veraz, al hombre de «buena conciencia». Así no es raro ver cómo el débil utiliza precisamente su debilidad para aprovecharse del hombre superior: este ser enfermo es un ser que condena a muerte todo lo que toca, su fecundidad es nula. El sacerdote, gran dominador de estas malas artes, ha sabido hacer al hombre culpable de su fuerza y de su pasado animal. La mujer no ha sido menos respecto al género masculino. Los poseedores de esta «mala conciencia», enfermos ellos, no dudarán en contagiar su peste al resto de los seres, de destruir la conciencia sana y desparramar la «culpa» y el «resentimiento» para que todos nos despellejemos vivos. El sacerdote ha sido en este punto un diseminador (es especialista en maltratar para luego consolar) de la gran enfermedad del espíritu; pero de esto ya hablaremos en la cuarta parte de este ciclo.
Y así prorrumpió la «mala conciencia», cuyos efectos se manifiestan mediante “el sufrimiento del hombre por el hombre” y por razón de “la guerra contra los viejos instintos”; todo esto gracias a la interiorización, gracias a un mal entendimiento de lo que es “ser dueño de sí”… ¡precisamente esto último debiera hacernos mejor conocedores de nosotros mismos y más libres de la «mala conciencia»!; sin embargo vivimos en el error, en una manía autopersecutoria que nos hace siempre culpables, cuando el hombre es inocente de su condición y no debiera, por lo tanto, sufrir por lo que es como ser y como materia, sino disfrutarlo y potenciarlo. Es absurdo sufrir con lo que debiera gozarse, y también es absurdo no admitir el sufrimiento, el esfuerzo y el sacrificio en aquello que verdaderamente si lo requiere.■
V. UNA SEGUNDA INOCENCIA.
(…) El advenimiento del Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto, manifestarse también en la tierra el maximum del sentimiento de culpa. Suponiendo que entre tanto hayamos iniciado el movimiento inverso, sería lícito deducir, con no pequeña probabilidad, de la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se da una considerable decadencia de la conciencia humana de culpa (Schuld): más aún, no hay que rechazar la perspectiva de que la completa y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con su comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda inocencia (Unschuld) se hallan ligados entre sí. -■
FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 116-117. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
Nietzsche departe sobre el ateísmo tratándolo como una especie de segunda inocencia, como una siguiente etapa existencial del hombre, ya sin deudas y sin la maldita «mala conciencia». ¡Y qué equivocado estaba Nietzsche! Es cierto que Nietzsche también recalca -en el tercer tratado de Genealogía de la Moral- en algunos pasajes el asunto del resentimiento y de la no contrariedad con lo religioso (y el ideal ascético) por parte del ateísmo y la ciencia, pero… (Toda confrontación habida entre ateos y ascetas –sacerdotes y demás– es una pura contradicción, una paradoja inevitable) En fin, el ateo al final se ha revelado como un auténtico resentido precisamente por su incapacidad de no poder vivir sin Dios. Como ya se ha dicho en este blog alguna vez, a Dios le debe el ateo toda su existencia: sus neuras contra tal Ser Único acaban rebotando en su carne humana y mortal y deteriorando su conciencia. ¡Qué gran resentido el ateo! ¡Cuánta «mala conciencia» atesora en sí! El ateo se ha convertido en el nuevo ídolo espiritual, en el nuevo sacerdote que aboga por un nihilismo metafísico, una nada tranquilizadora, consoladora, aniquiladora de todo sufrimiento y vida: un «más allá» sin existencia. El ateo no vive sin Dios, lucha contantemente contra él. El no poder vencerle, el no poder borrarlo del vocabulario y de las conciencias es lo que le llena de odio, de rencor, de autotortura… Así que no, ¡no, Nietzsche!, el ateísmo no es una segunda inocencia… Sé que a priori lo parecería: ¡librarse de Dios, qué bien suena!; pero el devenir ha acontecido en consecuencia y lo que nos ha dejado es una segunda culpabilidad. Qué sabio el pagano pues, ese otro hombre religioso pero con una conciencia más sana y diferente; sapiente de que es imposible escapar de la idea de Dios se forjo multitud de dioses poderosos en los cuales poder verse como en un espejo, con los cuales poder elevarse…
Dicho todo esto, es inevitable plantearse ciertas preguntas: ¿Cómo liberarse? ¿Cómo encontrar la inocencia? ¿Cómo atesorarse una «buena conciencia»? ¿Cómo matar a Dios? ¿Y después de matarlo, si tal cosa fuera posible, «qué»?
He de incidir en el nihilismo metafísico. El nihilismo es algo muy tratado en El Mundo de Daorino y me considero bastante influenciado por dicha tendencia. Mi nihilismo sigue intacto, tal como yo lo entiendo es una oportunidad de crear. Es decir, para mí el nihilismo no es un mundo metafísico, subterráneo o allendista (del «más allá»), sino un estado de hastío, de vacío existencial, donde se abren dos caminos: el suicidio o superarse. ¿Y cómo superarse? Como diría Camus, afirmándose en el absurdo, sufriendo alegremente la tortuosidad de la vida, creando un mundo nuevo con sentido propio (hacerse la causa uno mismo); o como diría Rosset, irguiéndose jubilosamente con una «alegría paradójica», la fuerza mayor. El nihilismo metafísico es una nueva doctrina seguida por ateos, agnósticos, escépticos, relativistas… que esconde en sí “el consuelo” de un nuevo «más allá», el nuevo lugar donde los automortificados ateos quieren llegar para aliviar su sufrimiento y su dolor: ¿no os suena a cristianismo, a islamismo, a podredumbre monoteísta? Tanto el ateo como el creyente buscan lo mismo, el consuelo en un «más allá», ¡en un mundo subyacente! Ahora bien entiendo que la vida hay que afirmarla en cada instante, asirse fuerte en cada segundo, desafiar el mundo y afrontar cada dificultad con firmeza. Todo «más allá» es una ilusión, toda idea metafísica es una construcción de la conciencia para exonerar sus padecimientos y sus dudas, una quimera, un dislate... Si algo nos enseñan los héroes griegos es lo hermoso que es sufrir, lo bello que es el sacrificio y lo placentero que resulta ponerse a la altura de los dioses, aún sabiéndose (los dioses) un error, es decir, una invención. Si algo me queda claro, es que lo único verdadero son nuestros errores y falsedades, por ello Nietzsche siempre encontraba la esencia de algo en su contrario y por algo es un maestro de la antítesis, por eso rebajaba el valor de la verdad en grado sumo, ¡¡pues hay más certeza en la mentira, aunque duela decirlo, aunque sea cruel, aunque muchos no quieran oírlo!!
¡¡ARRIBA ESOS ESPÍRITUS LIBRES!! ¡¡QUE DEVENGA PRONTO EL LIBREPENSADOR, ESE HOMBRE QUE NIETZSCHE BAUTIZÓ COMO SUPERHOMBRE!!■
VI. LA LIBERTAD DEL ALMA.
(…) Que en sí la concepción de los dioses no tiene que llevar necesariamente a esa depravación de la fantasía, de cuya representación por un instante no nos ha sido lícito dispensarnos, que hay formas más nobles de servirse de la ficción poética de los dioses que para esta autocrucifixión y autoenvilecimiento del hombre, en las que han sido maestros los últimos milenios de Europa, - ¡esto es cosa que, por fortuna, aún puede inferirse de toda mirada dirigida a los dioses griegos, a esos reflejos de hombres más nobles y más dueños de sí, en los que el animal se sentía divinizado en el hombre y no se devoraba a sí mismo, no se enfurecía contra sí mismo! Durante un tiempo larguísimo esos griegos se sirvieron de sus dioses cabalmente para mantener alejada de sí la «mala conciencia», para seguir estando contentos de su libertad de alma: es decir en un sentido inverso al uso que el cristianismo ha hecho de su Dios. (…)■
FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 120. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
El griego antiguo no interiorizaba, vivía protegido del veneno, era un ser entregado a la vida: “no hay mayor profundidad que en lo superficial (la naturaleza, lo real, la vida misma)” – por ello el griego era un hombre artístico (escultórico: apolíneo) y dionisiaco (sufriente). Nietzsche nos enseña en este texto esta sabiduría y nos da la receta, el secreto de este tipo de hombre remoto, para atesorarse una «buena conciencia».
Los dioses griegos justificaban al hombre -dichas deidades eran toda la «mala conciencia» del hombre, también lo bello, lo sublime...-, a dichos dioses se les achacaba toda la «culpa»: todavía el hombre se veía como un animal más –pues no se habían despojado de su verdadera esencia natural, de sus instintos (la civilización es un proceso de afeminamiento) –. El griego era entonces inocente, tenía «buena conciencia», los dioses eran su consuelo. Al fin y al cabo todo era producto de la locura (no pecado): «Un Dios, sin duda, tiene que haberlo trastornado», decía el griego ante la insensatez de algún compatriota. Grecia en contraposición al Dios Único de los judeocristianos: una religión que libera al hombre y lo diviniza frente a otra que lo esclaviza, un hombre fecundo frente a otro abortivo.■
En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, - de un golpe todos sus instintos quedaron desvalorizados y «en suspenso». (Pincha aquí para leer el texto completo) (…)■
FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 108. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
Adentrémonos en el origen de la «mala conciencia». Nietzsche sincroniza en cierta medida dicha aparición con la modificación que sufrió el hombre al civilizarse, al mezclarse en sociedad. Un hombre aún primitivo, acostumbrado a dar rienda suelta a sus afectos (pasiones), más bárbaro por ser más animal (y no por ser más bárbaro será menos civilizado), tendrá en sociedad que frenar sus pulsiones y rebajarse al orden impuesto por la ley moral (a grandes rasgos –a lo mejor no tan grandes- todo código penal es una ley moral y toda religiosidad es tanto una ley moral como un código penal). Así empieza el debilitamiento del hombre fuerte, así comienza el cansancio, el odio al placer y la lenta degeneración en un mundo abordado por el hastío y sin afán de superación. En nuestros días resulta evidente, dicha realidad rezuma como el aire fétido de un excremento de vaca. Las sociedades occidentales son sumamente débiles y enfermizas (y las propias sociedades trabajan en ese sentido: frenos a la superación personal, medios para alimentar los instintos disolutamente, etc.): es el resultado de tanta paz y de tanto bienestar; así hemos llegado a tal punto que Europa se ve indefensa ante otros pueblos más fuertes. Un poco de barbarie no hace daño, es beneficioso, es señal de salud, de hombres activos y libres que están dispuestos a luchar por lo que les pertenece y, sobre todo, que están dispuestos a prodigarse (darlo todo): alguien que se entrega y que se ama a sí mismo es orgulloso, pero también generoso. Dicho esto, se intuye con mayor claridad lo que quiero decir: el hombre-animal tuvo que dejar en suspenso sus instintos debido a los efectos de la sociedad y esa promesa de paz que tanto ansiaban los débiles y enfermos de espíritu, pues no dependían de sí mismos, no eran soberanos, no sabían defenderse. Una paz mal entendida, porque cuando el hombre no tiene contra quién desbordar su impetuosidad y ansias de conquista se devora a sí mismo: nuestra concordia debe ganarse cultivando nuestra fuerza, demostrándonos a nosotros mismo y al resto de los seres cuán temibles somos: sólo la fuerza da seguridad, sólo la seguridad da la paz.
No obstante, es ese paso de la vida sin inhibiciones a la vida en sociedad lo que desencadena «el comerse a sí mismo», así inaugura el hombre la «mala conciencia», la «culpa», el «resentimiento»…; como dice Nietzsche: “todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro”. Eso es lo que Nietzsche llama interiorización, así es como el hombre empezó a inventarse de nuevo como una bestia de las profundidades, subterránea, oscura y miserable: esto derivó a rencor hacia uno mismo, a autotortura, a espiritualidad… No es difícil percibirlo, al menos yo lo advierto bien claro. Todos nos hemos torturado y envenado en mayor o menor medida por algo alguna vez. Esa tortura viene dada por unas leyes morales que no respetan el orden natural de la vida misma, que no respetan la naturaleza humana; leyes que ven indecorosa toda exacerbación de vida, de sexualidad, de alegría… No hablo de vicios, los vicios son degeneraciones mentales producidas por la inteligencia del raciocinio, yo hablo de los sanos instintos, de nuestro brío animal -recóndito y secreto-, aquello que a veces todo ser humano añora y que sabe que es la verdadera liberación. El instinto es nuestra inteligencia natural, y hubo instantes en los que supo convivir con el raciocinio, ese subproducto de la inteligencia, engañador y poco fiable (el verdaderamente inteligente es aquel que no se deja engañar); y ambas se respetaban y se llevaban bien, pero al final triunfo aquello por lo que el hombre se independizó de la naturaleza, llamándose hombre: con tal mentira nos hemos inventado nuestra superioridad sobre todas las cosas habidas en la tierra y en el universo, de tal forma hemos pasado de ser hombres dentro de un orden a ser arquitectos de la naturaleza.
Quienes dominan la moral de la «mala conciencia», quien es débil y por ello más sutil en el uso de subterfugios y mejor conocedor de los laberintos de la mente, sabe cómo domar al hombre noble, bondadoso y alegre, al veraz, al hombre de «buena conciencia». Así no es raro ver cómo el débil utiliza precisamente su debilidad para aprovecharse del hombre superior: este ser enfermo es un ser que condena a muerte todo lo que toca, su fecundidad es nula. El sacerdote, gran dominador de estas malas artes, ha sabido hacer al hombre culpable de su fuerza y de su pasado animal. La mujer no ha sido menos respecto al género masculino. Los poseedores de esta «mala conciencia», enfermos ellos, no dudarán en contagiar su peste al resto de los seres, de destruir la conciencia sana y desparramar la «culpa» y el «resentimiento» para que todos nos despellejemos vivos. El sacerdote ha sido en este punto un diseminador (es especialista en maltratar para luego consolar) de la gran enfermedad del espíritu; pero de esto ya hablaremos en la cuarta parte de este ciclo.
Y así prorrumpió la «mala conciencia», cuyos efectos se manifiestan mediante “el sufrimiento del hombre por el hombre” y por razón de “la guerra contra los viejos instintos”; todo esto gracias a la interiorización, gracias a un mal entendimiento de lo que es “ser dueño de sí”… ¡precisamente esto último debiera hacernos mejor conocedores de nosotros mismos y más libres de la «mala conciencia»!; sin embargo vivimos en el error, en una manía autopersecutoria que nos hace siempre culpables, cuando el hombre es inocente de su condición y no debiera, por lo tanto, sufrir por lo que es como ser y como materia, sino disfrutarlo y potenciarlo. Es absurdo sufrir con lo que debiera gozarse, y también es absurdo no admitir el sufrimiento, el esfuerzo y el sacrificio en aquello que verdaderamente si lo requiere.■
V. UNA SEGUNDA INOCENCIA.
(…) El advenimiento del Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto, manifestarse también en la tierra el maximum del sentimiento de culpa. Suponiendo que entre tanto hayamos iniciado el movimiento inverso, sería lícito deducir, con no pequeña probabilidad, de la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se da una considerable decadencia de la conciencia humana de culpa (Schuld): más aún, no hay que rechazar la perspectiva de que la completa y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con su comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda inocencia (Unschuld) se hallan ligados entre sí. -■
FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 116-117. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
Nietzsche departe sobre el ateísmo tratándolo como una especie de segunda inocencia, como una siguiente etapa existencial del hombre, ya sin deudas y sin la maldita «mala conciencia». ¡Y qué equivocado estaba Nietzsche! Es cierto que Nietzsche también recalca -en el tercer tratado de Genealogía de la Moral- en algunos pasajes el asunto del resentimiento y de la no contrariedad con lo religioso (y el ideal ascético) por parte del ateísmo y la ciencia, pero… (Toda confrontación habida entre ateos y ascetas –sacerdotes y demás– es una pura contradicción, una paradoja inevitable) En fin, el ateo al final se ha revelado como un auténtico resentido precisamente por su incapacidad de no poder vivir sin Dios. Como ya se ha dicho en este blog alguna vez, a Dios le debe el ateo toda su existencia: sus neuras contra tal Ser Único acaban rebotando en su carne humana y mortal y deteriorando su conciencia. ¡Qué gran resentido el ateo! ¡Cuánta «mala conciencia» atesora en sí! El ateo se ha convertido en el nuevo ídolo espiritual, en el nuevo sacerdote que aboga por un nihilismo metafísico, una nada tranquilizadora, consoladora, aniquiladora de todo sufrimiento y vida: un «más allá» sin existencia. El ateo no vive sin Dios, lucha contantemente contra él. El no poder vencerle, el no poder borrarlo del vocabulario y de las conciencias es lo que le llena de odio, de rencor, de autotortura… Así que no, ¡no, Nietzsche!, el ateísmo no es una segunda inocencia… Sé que a priori lo parecería: ¡librarse de Dios, qué bien suena!; pero el devenir ha acontecido en consecuencia y lo que nos ha dejado es una segunda culpabilidad. Qué sabio el pagano pues, ese otro hombre religioso pero con una conciencia más sana y diferente; sapiente de que es imposible escapar de la idea de Dios se forjo multitud de dioses poderosos en los cuales poder verse como en un espejo, con los cuales poder elevarse…
Dicho todo esto, es inevitable plantearse ciertas preguntas: ¿Cómo liberarse? ¿Cómo encontrar la inocencia? ¿Cómo atesorarse una «buena conciencia»? ¿Cómo matar a Dios? ¿Y después de matarlo, si tal cosa fuera posible, «qué»?
He de incidir en el nihilismo metafísico. El nihilismo es algo muy tratado en El Mundo de Daorino y me considero bastante influenciado por dicha tendencia. Mi nihilismo sigue intacto, tal como yo lo entiendo es una oportunidad de crear. Es decir, para mí el nihilismo no es un mundo metafísico, subterráneo o allendista (del «más allá»), sino un estado de hastío, de vacío existencial, donde se abren dos caminos: el suicidio o superarse. ¿Y cómo superarse? Como diría Camus, afirmándose en el absurdo, sufriendo alegremente la tortuosidad de la vida, creando un mundo nuevo con sentido propio (hacerse la causa uno mismo); o como diría Rosset, irguiéndose jubilosamente con una «alegría paradójica», la fuerza mayor. El nihilismo metafísico es una nueva doctrina seguida por ateos, agnósticos, escépticos, relativistas… que esconde en sí “el consuelo” de un nuevo «más allá», el nuevo lugar donde los automortificados ateos quieren llegar para aliviar su sufrimiento y su dolor: ¿no os suena a cristianismo, a islamismo, a podredumbre monoteísta? Tanto el ateo como el creyente buscan lo mismo, el consuelo en un «más allá», ¡en un mundo subyacente! Ahora bien entiendo que la vida hay que afirmarla en cada instante, asirse fuerte en cada segundo, desafiar el mundo y afrontar cada dificultad con firmeza. Todo «más allá» es una ilusión, toda idea metafísica es una construcción de la conciencia para exonerar sus padecimientos y sus dudas, una quimera, un dislate... Si algo nos enseñan los héroes griegos es lo hermoso que es sufrir, lo bello que es el sacrificio y lo placentero que resulta ponerse a la altura de los dioses, aún sabiéndose (los dioses) un error, es decir, una invención. Si algo me queda claro, es que lo único verdadero son nuestros errores y falsedades, por ello Nietzsche siempre encontraba la esencia de algo en su contrario y por algo es un maestro de la antítesis, por eso rebajaba el valor de la verdad en grado sumo, ¡¡pues hay más certeza en la mentira, aunque duela decirlo, aunque sea cruel, aunque muchos no quieran oírlo!!
¡¡ARRIBA ESOS ESPÍRITUS LIBRES!! ¡¡QUE DEVENGA PRONTO EL LIBREPENSADOR, ESE HOMBRE QUE NIETZSCHE BAUTIZÓ COMO SUPERHOMBRE!!■
VI. LA LIBERTAD DEL ALMA.
(…) Que en sí la concepción de los dioses no tiene que llevar necesariamente a esa depravación de la fantasía, de cuya representación por un instante no nos ha sido lícito dispensarnos, que hay formas más nobles de servirse de la ficción poética de los dioses que para esta autocrucifixión y autoenvilecimiento del hombre, en las que han sido maestros los últimos milenios de Europa, - ¡esto es cosa que, por fortuna, aún puede inferirse de toda mirada dirigida a los dioses griegos, a esos reflejos de hombres más nobles y más dueños de sí, en los que el animal se sentía divinizado en el hombre y no se devoraba a sí mismo, no se enfurecía contra sí mismo! Durante un tiempo larguísimo esos griegos se sirvieron de sus dioses cabalmente para mantener alejada de sí la «mala conciencia», para seguir estando contentos de su libertad de alma: es decir en un sentido inverso al uso que el cristianismo ha hecho de su Dios. (…)■
FRIEDRICH NIETZSCHE, LA GENEALOGÍA DE LA MORAL (Un escrito polémico). Alianza Editorial, año 1998. BA 0610, Pág. 120. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
El griego antiguo no interiorizaba, vivía protegido del veneno, era un ser entregado a la vida: “no hay mayor profundidad que en lo superficial (la naturaleza, lo real, la vida misma)” – por ello el griego era un hombre artístico (escultórico: apolíneo) y dionisiaco (sufriente). Nietzsche nos enseña en este texto esta sabiduría y nos da la receta, el secreto de este tipo de hombre remoto, para atesorarse una «buena conciencia».
Los dioses griegos justificaban al hombre -dichas deidades eran toda la «mala conciencia» del hombre, también lo bello, lo sublime...-, a dichos dioses se les achacaba toda la «culpa»: todavía el hombre se veía como un animal más –pues no se habían despojado de su verdadera esencia natural, de sus instintos (la civilización es un proceso de afeminamiento) –. El griego era entonces inocente, tenía «buena conciencia», los dioses eran su consuelo. Al fin y al cabo todo era producto de la locura (no pecado): «Un Dios, sin duda, tiene que haberlo trastornado», decía el griego ante la insensatez de algún compatriota. Grecia en contraposición al Dios Único de los judeocristianos: una religión que libera al hombre y lo diviniza frente a otra que lo esclaviza, un hombre fecundo frente a otro abortivo.■
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