La identidad y el imperativo moral - La Nación Digital

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viernes, 20 de enero de 2012

La identidad y el imperativo moral

(...) El imperativo moral no peca solamente por su contenido, es decir, por su aspiración a lo universal. Es en principio aberrante por el hecho mismo de constituirse como imperativo moral, me refiero a su ambición de someter todo acto que no sea reprensible al acuerdo previo con una máxima cualquiera. No es así como actúan los hombres; no los canallas, obviamente, pero tampoco los hombres de bien. La verdadera moral se burla de la moral, para repetirlo con Pascal. La generosidad es por definición ajena al sentimiento del deber; de hecho, es contraria a éste, a tal punto que hay ciertamente menos perfidias que temer de un crápula franco que de las de alguien que pretendería ser generoso por deber. El hombre generoso actúa generosamente porque es generoso, no porque consulta un código de buena conducta que le recomienda ser generoso. La gente de moral me parece llevar sobre sí misma permanentemente, apretado en su billetera como el memorial de Pascal escondido en el dobladillo de su hábito, un pedazo de papel en el que ha inscrito:«No olvides ser bueno». Tal seguridad contra el mal no es tan tranquilizante como parece, y personalmente yo desconfiaría completamente. En un momento crítico, en el fuego de la acción, ¿tendrá nuestro hombre el tiempo de consultar su billetera? ¿Y qué pasará si ha dejado la billetera en casa, o ha incluso olvidado de meter allí, como lo hace cada mañana (pues puede suponerse que lo saca cada noche antes de acostarse para tenerla al alcance de la mano, como hacía Schopenhauer con sus pistolas), la fórmula mágica que lo protege de mal-actuar?

Clément Rosset. EL DEMONIO DE LA TAUTOLOGÍA, seguido de cinco breves piezas morales. Arena Libros, año 2011, pág. 81-82. Traducción de Santiago E. Espinosa.


Todo lo que puede decirse de una cosa se reduce a la enunciación de esa cosa, es decir, a repetir su propio hecho sin decir nada más; es, por lo tanto, una enunciación vacía pero por sí misma verdadera, y yo añado que absolutamente verdadera o absolutamente falsa o ninguna de las dos, pues si todo es verdadero el propio valor de lo verdadero desaparece, lo mismo que de lo falso: asimismo,  la tautología enuncia sin margen de error lo real. Aquí ya casi podría derivar a mi reflexión sobre que todo lo que es es real, sea verdadero o falso, que plasmé en mi artículo LO REALTodo es real, todo lo que puede ser pensado, todo lo que es sensible, todo lo que se puede tocar y no tocar, nuestros sentimientos, las mentiras y las verdades... todo es real. En el mundo no hay lugar para lo irreal, todo lo que es es en cuanto que se manifiesta de una forma u otra. 

La tautología expresa al objeto, o el hecho, o lo que sea, en toda su radicalidad, lo que es es, se demuestra a sí mismo: A es A, una mentira es una mentira, una verdad es una verdad, etc. Así he entendido de mano de Rosset el secreto de la tautología, que es a la vez el principio que enuncia toda identidad: YO SOY YO. Partiendo de la tautología el filósofo francés deriva a otros conceptos como la perogrullada o el pleonasmo, pero no me detendré en ello, pues no procede.

Y bien, no sé si os ha pasado alguna vez, queridos lectores, el hecho de haber escrito algo, o simplemente pensado, y posteriormente leer a un filósofo, en mi caso al que aquí trato, y observar que ambos, por diferentes caminos, hemos llegado a una misma conclusión. Pues bien, a mi me ha pasado algo parecido, y con Rosset no ha sido la primera vez, lo cual me llena de alegría. Hace unos meses escribí esta sentencia: (...) los hechos se muestran de forma radical. Lo que es se ha manifestado como es. (EXPRESIÓN SENSIBLE DE LO INVISIBLE) Sin querer y sin saberlo, me había metido de lleno en el análisis tautológico.

Yendo por fin al texto, bien sabréis que cuando se nombra, nada más empezar su lectura, imperativo moral, Rosset hace referencia al Imperativo categórico de Kant, filósofo alemán por quien el francés no demuestra muchas simpatías, lo mismo que con Rousseau. Rosset no es muy amante de la universalidad, pues cada hombre no actúa bajo máximas universales, es decir, bajo una voluntad universal, ni puede pretender que su hacer pueda dilatarse hasta convertirse en una máxima universal: La voluntad es individual o no es, dice Rosset (Pág. 78). Toda moral que se centra en el deber actúa contra una verdadera moral, como dice el propio Rosset: La verdadera moral se burla de la moral; y atenta indistintamente contra la autenticidad de las personas, pues el deber supone que tú no seas tú, es decir, que uno no se muestre en toda su radicalidad, sino bajo un código, un código moral que le marca hacia dónde debe dirigir su obrar. De esta forma, la moral es una máscara, una máscara que no hace al hombre bueno si es bueno, o generoso si es generoso, o valiente si lo es; se trata de una máscara que quizá haga generoso al que no lo es por sí mismo, siéndolo únicamente por imperativo moral. Así pues, mi conclusión es que toda moral con pretensión universal, a base de máximas para todos, va en contra de la propia identidad de la persona. Y extrapolándolo a niveles más generales, contra la identidad de los pueblos. El imperativo moral es el gran buque insignia de la globalización, un buque que desde incluso antes de la Revolución Francesa ha ido horadando la soberanía de las naciones y la autenticidad, como consecuencia, de las personas.

En definitiva, lo que se persigue con estas morales universales es el hombre universal, el hombre único, un hombre conformado por muchos más hombres pero unidos por una misma conciencia. Entonces nosotros no seremos nosotros mismos (A es A), sino que seremos igual a ¿nosotros mismos?, séase, al otro, al otro que es un igual a nosotros mismos (A=A). Todos seremos todos, todos seremos a la vez el hombre universal. Pero ese todos nunca constituirá un hombre solo, un hombre que sea él mismo. Todo A será igual a todo A, y ya nadie se verá tal como es, pues cada cual actuará mediante el imperativo que viene de fuera, en lugar de obedecer el propio imperativo que supone la voluntad propia, de donde debería nacer todo nuestro deber y toda nuestra soberanía; voluntad propia que posee cada sujeto, aunque sea potencialmente.■

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